La docencia, como
opción, jugó desde temprana edad, un papel importante en mi vida. No sé si fue vocación, pero escuchar a mi
madre repetir con frecuencia que “sería maestra, como mis tías”; recibir, por
parte de una bellísima maestra de quinto año de primaria la información en
torno a que el magisterio era una carrera corta, muy económica, y que ofrecía
trabajo seguro y permanente, y la pobreza de oportunidades en mi medio social,
cultural y económico fueron, seguramente, los motores de la elección.
Sin mucha conciencia
aún, ingresé a la escuela Normal Primaria del BINE, de la cual egresé con
muchas dudas, y sólo dos certezas. La primera: trabajar con empeño para lograr
que mis alumnos aprendieran cosas útiles, que después les servirían para tener
un mejor futuro. La segunda: no sería con mis alumnos como mis maestros fueron
conmigo.
Estas dos certezas, a
lo largo del tiempo, se convirtieron en motivo de reflexión en torno a lo poco
significativo de los enciclopédicos programas de estudio de las escuelas
normales, por una parte y, por la otra, de lo anquilosado de las prácticas
pedagógicas que, en muchos casos, prevalecen hasta estos días, y de las cuáles
fui objeto durante mis, para entonces, ya muchos años de escolaridad.
Mi primer año de
trabajo (1984), entonces, parecía perfilarse como un gran laboratorio: no sabía
mucho de didáctica, tampoco de psicología infantil, y mucho menos de la forma
en que las personas (en especial los niños) aprendemos. Huelga decir que los
avances científicos estaban muy alejados de los programas de las normales y
que, carente de herramientas para la investigación, no hice gran cosa para
sustentar mi práctica. De tal modo, no estuve exenta de dudas y angustias antes
de mi adscripción, ganada, por vez primera en la historia del magisterio, a
través de un examen de oposición.
Por fortuna, como
resultado de un minucioso proceso de selección (eso lo sabríamos después), fui
elegida para formar parte de un grupo que se capacitaría por espacio de un mes,
en Pachuca, Hidalgo, para desempeñarme como Maestra
de Actividades Culturales (MAC), en un nuevo Proyecto de la SEP Federal, el
Plan de Actividades Culturales de Apoyo a
la Educación Primaria. Ahí tuve la oportunidad de desaprender muchas de las
cosas que había aprendido en la normal, y construir nuevos esquemas. El trabajo
que desarrollaría durante un año en una escuela de la ciudad de Atlixco, se
fundamentaba en la elaboración y desarrollo de proyectos conjuntamente con
alumnos de 5° y 6°. La formación permanente durante ese año de trabajo me
posibilitó el desarrollo de nuevos esquemas de aprendizaje. Cuando, al
siguiente ciclo escolar me incorporé como maestra de grupo de primer año, ya
contaba con muchísimos elementos didácticos para el trabajo con los alumnos.
De forma paralela, un
siguiente paso enriqueció mis saberes docentes, elegí estudiar, en la
Universidad Autónoma de Tlaxcala, la licenciatura en educación especial que,
vale la pena decirlo, por cobardía nunca ejercí. Los múltiples conocimientos de
psicología infantil, neurociencia, filosofía y anatomía, entre otros, me dieron
la posibilidad de incorporar en mi práctica nuevos elementos metodológicos. Fue
en la universidad donde, por primera vez, escuché del constructivismo y del
proceso de adquisición de la lengua escrita, lo cual pareció providencial, pues
comencé a ver, en mis pequeños alumnos, signos inequívocos de su tránsito hacia
el aprendizaje de la lectura y la escritura.
Pero mi natural
inquietud y la necesidad de acercarme a la ciudad de Puebla, pues para ese
entonces ya trabajaba en una escuela de trabajo social, donde impartía las
materias de psicología, psiquiatría y psicología infantil, me hicieron
cambiarme de escuela. La fortuna pareció sonreírme de nuevo. En el grupo al que
llegué se trabajaba con la Implantación de la Propuesta para el Aprendizaje de
la Lectura y la escritura (IPALE). Así, tras asumir la responsabilidad de
trabajar con la propuesta, tuve la necesidad de asistir a los talleres que
integraron a mi formación muchas más estrategias. El trabajo con los niños se
convirtió en un placer, pero aún había cosas que con mis conocimientos no
lograba resolver. Eso me hizo sentir la necesidad de buscar más información y
leer lo que hasta entonces se había publicado en el tema.
Una visita de la
Coordinadora Técnico Operativa Estatal del IPALE -la querida maestra Martha
Aquino Sánchez- a mi grupo definió un nuevo rumbo. La evaluación que la maestra
y su equipo de trabajo aplicaron a mi grupo, y el comparativo con el grupo
paralelo valieron la invitación a formar parte del equipo de asesores del
proyecto. Aún con mucho miedo acepté el reto, a sabiendas que estar en un grupo
académico a nivel estatal, sería una fortaleza para mi profesión. Así aprendí
de los mejores, pues vale la pena mencionar que, a través de las gestiones de
la coordinación, pero también del propio equipo (como en muchas otras ocasiones
tuvimos que pagar de nuestro propio recurso), logramos tener trayectos formativos
con Margarita Gómez Palacio Muñoz, Beatriz Rodríguez, Alejandra Pellicer, etc.,
para el área de español y David Block, Irma Fuenlabrada, etc., para el área de
matemáticas, pues para entonces, a la propuesta se había añadido la metodología
para la enseñanza de la matemática (PALEM).
En el campo de la
formación todo era excelente, pero el trabajo era difícil. Los viejos esquemas
de los profesores, así como los vicios de su formación inicial hacían que sólo
unos cuántos aceptaran las asesorías ofertadas y, quienes lo hacían, muchas
veces aprovechaban nuestra presencia (que tenía la intención del acompañamiento
pedagógico) para a resolver asuntos de carácter administrativo dentro y fuera
del salón, salir a platicar, tomar sus alimentos e incluso resolver cosas
personales fuera de la escuela (interesante tema el de la cultura docente).
Cuando el proyecto se
transformó en el Programa Nacional para el Fortalecimiento de la Enseñanza de
la Lectura y la Escritura (PRONALEES), las políticas de formación continua de
docentes, ya apoyaban nuestra labor, sin embargo, si bien se comenzaba a notar
cierto cambio en el discurso, las prácticas de enseñanza seguían basadas en el
tradicionalismo o en el conductismo y, en otros casos, no sé si mejores o
peores, una mezcla de propuestas e inventos personales de los y las compañeras.
En ese momento se presentó
una oportunidad para estudiar la Maestría en Educación campo Formación Docente
en el ámbito Regional, ofertada por la UPN, estudio que me permitió, con base
en las experiencias vividas en la asesoría, profundizar más en el campo en el
que me desempeñaba.
Siento, sin embargo,
que las expectativas del sistema educativo en torno a las personas cuya
formación promueve, no alcanzan a mover las estructuras. Volví a la docencia en
un grupo de primaria.
Valió la pena, pues
todos los conocimientos que había adquirido y que, más o menos impactaron en
aquellos profesores y profesoras a quienes asesoré, hicieron de los alumnos y
alumnas que atendí en esos años, personas pensantes, críticas y, sobre todo,
con un enorme gusto por la lectura. A la fecha, sé que varios de ellos (casi
todos en edad universitaria) siguen estudiando con éxito, y también sé que son
lectores asiduos.
El retorno al origen me
permitió ver cosas muy valiosas: el papel del maestro es fundamental para el
aprendizaje (por muchos avances tecnológicos, no hay como la presencia del
docente); una adecuada intervención pedagógica define, para bien, el futuro
académico de los alumnos (y viceversa); el afecto en la relación maestro alumno
(cuando menos en las primeras etapas de la escolaridad) es un elemento
indispensable para la creación de ambientes de aprendizaje favorables; la
presencia de materiales de lectura, interesantes y diversos, desarrollan en los
y las estudiantes, diversas competencias; entre otras.
Nuevamente la
inquietud. Recibí la propuesta de incorporarme al equipo académico de la
Dirección de Apoyo a la Gestión Escolar y Promoción de la Calidad, que acepté
con mucho gusto, sin embargo, por azares del destino y de la “silla
equivocada”, anécdota que me hace reír mucho, y que quizás más adelante pueda
compartir, poco a poco me hice cargo de la Coordinación Estatal del Programa
Nacional de Lectura, labor que desempeñé desde 2005 hasta mediados de 2012, y
en la que pude percibir las enormes carencias que tengo en asuntos de gestión,
administración y liderazgo.
Aunque en el estado se
perciben avances en los términos de instalación y uso educativo de los acervos, incremento de las condiciones de
disponibilidad y accesibilidad de los acervos, participación de padres de
familia en acciones de lectura dentro y fuera de la escuela, vinculación
escuela-sociedad en el ámbito de la lectura y formación de redes escolares,
municipales, e incluso regionales y estatales, aún creo que falta mucho por
hacer.
No sé si lo que hice en
la coordinación del programa tuvo que ver con la gestión (aunque sí sé que con
el corazón), pero estoy cierta que algunos aciertos en la coordinación consistieron
en hacer alianzas estratégicas dentro y
fuera de la Secretaría; establecer relaciones totalmente abiertas y horizontales
con las figuras educativas de los diversos niveles; la constante búsqueda de
espacios formativos y de calidad; desescolarizar y desacralizar la lectura; la
búsqueda de temas cruciales para el estudio de los temas de lectura y la
complicidad con la gente más comprometida con el trabajo.
También tuve errores
que, seguramente, tienen que ver con la ignorancia de los temas relevantes de
la gestión, pues la estructura parece olvidar que los docentes de profesión
conocemos la parte teórica y metodológica de nuestro objeto de estudio, y que
las decisiones políticas que se tienen que tomar a nivel de cargos académicos o
directivos son sustancialmente distintas, por lo que se requiere de una
formación mínima de otra índole.
Es por ello,
básicamente, por lo que decidí ingresar a la maestría que cursamos, aunque
comparto con mis compañeros y compañeras las angustias de todos los días: la
excesiva carga de trabajo que implica la coordinación, las múltiples
actividades fuera de la ciudad, e incluso del estado, que merman nuestras
posibilidades de participación, la carencia de personal de apoyo a nuestra
labor y la exigencia de requerimientos administrativos que implican el empleo
de tiempos extras. Todo ello posible veta de análisis entre los propios temas
de la maestría.
A pesar de lo anterior,
me siento muy contenta con lo que hice y, por supuesto, fuera de la
coordinación, seguiré haciendo. Mi pasión por la lectura me dice que voy en el
camino correcto, que los y las estudiantes requieren lograr una cultura lectora
que les permita desarrollar, en un corto plazo, procesos superiores de pensamiento
y les haga enfrentar de manera consciente, crítica y reflexiva, los retos
sociales, laborales, económicos, culturales y afectivos que se presentan en
este mundo cada vez más complejo, para tener, como personas, el derecho
legítimo a una mejor calidad de vida.
Un reto más, no un reto
laboral, un reto humano.
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